Silvia apenas acababa de cumplir 8 años. Cada día acudía al colegio en compañía de su hermano que iba 2 cursos por encima de ella, esa era la razón fundamental por la que Darío la obligaba a separarse de él unos cuantos metros antes de cruzar la verja de la entrada.
Esa tarde de martes, poco después de haber empezado la clase de lengua y aún con los juegos de después de comer rondando por su cabeza, llamaron a la puerta. La señorita Úbeda tras haberse excusado por la interrupción de las lecciones y mirando fijamente a la tutora, pidió permiso para que Silvia saliera. Mientras la niña se dirigía hacia la puerta no paraba de preguntarse en qué lío se habría metido porque no recordaba haber hecho algo malo salvo aquella vez que anduvo explorando los jardines vallados de la escuela o aquella otra cuando utilizó el ascensor cuando únicamente se permitía su uso al profesorado o cuando.. y sus pensamientos inmediatamente volvieron a esa tarde de martes al ver a su hermano Darío en el pasillo, esperándola con la cabeza gacha.
-“Verás Silvia..”- Trataba de empezar a explicarse la señorita Úbeda, -.. el señor Ramón.. ya no está con nosotros..-
Darío seguía concentrado en sus zapatos y Silvia reprimía unas lágrimas que no pasarían inadvertidas a la señoría Úbeda. Silvia nunca lloraba, bueno, excepto cuando Darío la llamaba mocosa o cuando se peleaba con ella pero incluso entonces intentaba evitar llorar delante de los mayores, no quería que los adultos no la tomaran en serio. Pidió entonces permiso para ir al baño antes de volver a entrar en clase a recoger sus cosas y así poder disimular el llanto pero a pesar de todo su esfuerzo, sus hipos se iban escuchando mientras recorría los escasos metros que la separaban de su improvisado refugio.
Sólo varios años después de este acontecimiento, Silvia lograría entender por qué sus padres no fueron a recogerlos aquella tarde al colegio y por qué no fueron ellos los que le dieron la noticia. Lo que no logra recordar es dónde pasaron ella y su hermano el resto de la tarde y quien les fue a buscar, seguramente sería uno de sus tíos pero todo aquello quedó borrado de su memoria, todo excepto el recuerdo de una mano, la de Darío que apretaba la suya con tanta fuerza que incluso no podía pensar en otra cosa que no fuera en el deseo de que la aflojase un poco. Sabía que Darío la quería mucho, aunque se burlaba de ella cuando se quedaban solos jamás permitía que otros niños se metieran con ella en el patio y nunca tenía miedo de pelearse con otros incluso más grandes que él, siempre trataba de protegerla pero ahora él también estaba asustado, tanto como ella.
Quizás fue durante ese trayecto cuando Silvia empezó a pensar en Ramón, se dio cuenta de que hasta ese momento no había pensado en él realmente, no había pensado en si a Ramón le dolió o no irse, cuáles habrían sido sus últimos pensamientos o si se habría acordado de ella. Desde que supo lo ocurrido sólo había llorado por lástima hacía ella misma, era cierto que Ramón ya no iba a recoger a los hermanos a la escuela, que ya no iba cargado con sus extravangantes pero exquisitos bocadillos de sardinas, que no jugaban a las damas ni les contaba historietas descabelladas pero aún así sabía que le echaría mucho de menos, era el único al que podía acudir llorando sin tener que fingir ser fuerte cuando Darío la asustaba y ahora ya no estaba. Hacía mucho desde la última vez que fue a visitarle pero es que no le gustaba su nuevo hogar, ya no vivía en su vieja casa de siempre donde se hartaba de jugar sola o con Darío en el zaguán sino que ahora, Ramón dormía en la misma habitación con otro viejecito. Todo eso hacía imposible que Silvia pudiera mantener esa relación especial que habían llevado hasta entonces, nunca estaban ellos dos a solas para que le contara sus relatos, ya no podía mostrarse espontánea porque había más gente delante.
Y así, recordó cuándo fue la última vez que corrió llorando a su regazo y Ramón la alzó y la sentó en su regazo calmándola, fue entonces cuando la llamó Marcela y aunque alarmada por tal despiste, no le corrigió. Ya por la noche, mientras su madre la preparaba para irse a dormir Silvia le preguntó quien era Marcela y por qué Ramón la había llamado así cuando ella era su única nieta, era más, su nieta favorita. Alcanzó a ver un atisbo de preocupación en la mirada de su madre pero ésta trató de tranquilizarla con una excusa. Muy poco tiempo después, el abuelo ingresó en esa residencia a la que Silvia no le gustaba irle a visitar. En una de esas pocas veces, Ramón no la reconoció, hecho que no le pasó inadvertido a pesar de que su padre tratara de salvar la situación susurrándole –“Aquí viene Silvia, su nieta favorita”.
Silvia sintió un escalofrío al recordar ese episodio y se avergonzó del rencor que había sentido ante el hecho de que su abuelo no la reconociera, pensó que ya no la quería. Ahora sin embargo, desearía que siguiera en esa residencia para que ella pudiera irle a visitar cuando deseara, al menos para ir corriendo a decirle que le quería mucho y que siempre siempre sería su abuelo favorito. Ya era tarde y Silvia no pudo despedirse, sus padres no le permitieron siquiera ir al cementerio pues no era ése un lugar para los niños, los niños tenían que divertirse, reír y correr y no estar en lugares en los que nada se les había perdido.
Hoy y todavía, Silvia habla poco de Ramón, quizás por no aburrir a los demás o porque no siempre viene al hilo de la conversación pero sigue conversando con él, a solas, le manda mensajes sinceros desde muy adentro y a veces incluso aparece en sus sueños. Esos días entonces se levantará reflexiva pues el pasado la remueve por dentro pero aún así se sentirá satisfecha de seguir manteniendo vivo a Ramón a través de sus recuerdos.